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La tragedia de Romeo y Julieta

(Publicado en Psicopatología de la Vida Amorosa, en colaboración con Silvia Wainsztein, Daniel Paola, Silvia Amigo, Stella Maris Gulian, Benjamín Domb, María Eugenia Vila y Estela Durán, Editorial UdeMM, 2008)

Alba Flesler: Buenas noches, quiero comenzar por agradecer a Stella Gulian y a Estela Durán la invitación a participar de este ciclo de conferencias sobre “Psicopatología de la Vida Amorosa”.

El tema elegido para esta ocasión resulta muy atractivo para un psicoanalista, pues inmediatamente evoca un texto escrito hace más de cien años, titulado “Psicopatología de la Vida Cotidiana”. En él, Sigmund Freud, creador del psicoanálisis, se ocupa de los actos fallidos, los equívocos, los errores, presentes en la vida cotidiana, para afirmar que, esencialmente, esos tropiezos no deben considerarse patológicos en el ser humano. Ellos están inmersos en la vida cotidiana. En todo caso, afirma Freud, se trata de una psicopatología que nos atañe; más aún, es la de todos nosotros.

El psicoanálisis, a diferencia de las psicoterapias, algunas corrientes médicas y todas aquellas disciplinas o estudios científicos que no incluyen en su perspectiva la hipótesis del inconsciente, introduce una herida al narcisismo al decir que, la condición humana está inevitablemente constituida por el equívoco, que nuestra estructura psíquica está escindida entre consciente e inconsciente, y más aún, que hay algo incognoscible en nosotros, inabordable, de lo cual no podemos responder apelando a nuestro yo racional.

Con esta breve introducción entramos de lleno a nuestro tema sobre el amor, sus razones y sus sinrazones, ya que, como bien sabemos, el corazón tiene razones que la razón desconoce.

Nuestra modernidad nos ha hecho herederos del racionalismo cartesiano y el psicoanálisis también lo es. Pero, desde nuestra disciplina, consideramos que la razón no puede dar todas las razones del sujeto. Lo mismo ocurre en el orden del amor. Por ese motivo continuamos hablando de amor, necesitamos acompañar con palabras el encuentro amoroso y jamás podríamos, sin palabras, llegar a hacer el amor. Al respecto, recuerdo una hermosa frase de Cortázar, nuestro gran escritor, que dice así: “No haremos el amor, él nos hará”

La poesía es una buena entrada al mundo de Shakespeare, quien dice de manera bellísima para nuestro deleite, lo que también enseñó Jacques Lacan, el reconocido psicoanalista francés, cuando escribió al sujeto dividido con un matema: $. Apelando a la lógica matemática, en el siglo pasado, Lacan dio estatuto científico a los desarrollos de Freud al escribir con una letra “S” mayúscula y una barra esa escisión del sujeto entre consciente e inconsciente.

Shakespeare era un eximio poeta. En no pocas ocasiones, los poetas logran expresar lo mismo, pero de un modo mejor. Dice el poeta: “Our wills and fates do so contrary run. That our devices still are overthrown; our thoughts are ours, their ends none of our own”[i] Las palabras pertenecen al rey en Hamlet: “La voluntad y el sino nuestro corren tan encontrados que toda estratagema nuestra es derribada, son nuestras las ideas nuestras, pero ajenos sus fines”.

Hamlet es la gran tragedia shakesperiana que encontró antecedentes en esa otra obra del mismo autor, de la cual, precisamente, voy a hablar hoy: The Tragedy of Romeo and Juliet, La tragedia de Romeo y Julieta.

En ella, a pesar de titularla como tragedia, y sin que por ello deje de serlo,  Shakespeare introduce cortes de comedia. George Steiner, en su renombrado texto La muerte de la tragedia[ii], indica con acierto la ruptura realizada por el autor inglés respecto del modo clásico de entender la tragedia. Recordemos que para el pensamiento clásico, las aguas se dividen claramente entre tragedia y comedia. Shakespeare, en cambio, nos va a acercar otra versión de lo humano. Una visión de la vida, próxima, en alguna medida, a la perspectiva psicoanalítica. Propone que la vida no es ni tragedia ni comedia. En todo caso puede llegar a ser del orden de lo tragicómico.

En este sentido, Shakespeare podría ser reconocido, tal como su gran admirador Harold Bloom lo nombra, como el inventor de lo humano.

Harold Bloom, habiendo estudiado al dramaturgo y sus obras de principio a fin, le dedica un gran ensayo al cabo de doce años de lectura y docencia. A propósito de William Shakespeare dice: “Escribió la mejor prosa y la mejor poesía en inglés, o tal vez en cualquier lengua occidental”, fue “más allá de todo precedente e inventó lo humano tal como seguimos conociéndolo”. Su magnífico ensayo agrega que el texto de Shakespeare genera magia con cada lectura, una y otra vez vuelve a sorprendernos.

El ser humano no es el mismo después de Shakespeare, dice Bloom, y compara su texto, por su abarcativa extensión, con la Biblia, nada más ni nada menos.

Lo cito una vez más: “La circunferencia de la Biblia plantea una extensión similar a la de los textos de Shakespeare”.

Comparto con Bloom el entusiasmo por la obra de Shakespeare y celebro la acertada elección de este gran dramaturgo para abordar la psicopatología de la vida amorosa.

Desde esa perspectiva, les propongo dar una nueva vuelta partiendo de algunas preguntas:

¿Por qué seguimos releyendo a Shakespeare?

¿Por qué razón su obra continúa representándose? ¿Por qué prosigue despertando nuestro interés?

¿Qué nos dice de lo humano? ¿Qué de la tragedia del amor y, aún más, del amor de la tragedia?

Tomaré el amor de Romeo y Julieta y las razones que llevan al desencadenante trágico.

Shakespeare acentuó desde el título mismo esa perspectiva. Tituló a su obra teatral The Tragedy of Romeo and Juliet. La versión original, escrita en inglés antiguo, permite disfrutar no sólo de la bella poesía, sino también de una musicalidad que la traducción pierde. Comparé mi versión inglesa con la traducción de Aguilar, que no me resultó del todo buena, por lo tanto, en algunos diálogos preferiré subrayar términos de la versión inglesa. Sobre todo para no perder algunos significantes del texto, verdaderamente importantes.

La pieza teatral se sitúa en Verona y comienza, en el acto primero, con el coro. De inmediato, su presencia nos evoca la relevante función del coro griego, confesando una franca herencia de la tragedia isabelina respecto de la tragedia clásica.

El coro prologa aquello que ocurrirá de principio a fin.

Cito: “En la bella Verona, donde situamos nuestra escena, dos familias, iguales una y otra en abolengo, impulsadas por antiguos rencores, desencadenan nuevos disturbios, en los que la sangre ciudadana tiñe ciudadanas manos.

De la entraña fatal de estos dos enemigos cobraron vida bajo contraria estrella dos amantes, cuya desventura y lastimoso término entierra con su muerte la lucha de sus progenitores.

Los trágicos pasajes de su amor, sellado con la muerte, y la constante saña de sus padres, que nada pudo aplacar sino el fin de sus hijos, van a ser, durante dos horas, el asunto de nuestra representación.

Si la escucháis con atención benévola, procuraremos enmendar con nuestro celo las faltas que hubiere”[iii].

A continuación, el coro se retira.

Es notable, en pocas palabras, de modo breve y conciso, nos fue relatada la historia completa. Ya sabemos, pues, de qué se trata, cómo comienza, cuál es su desarrollo y también su desenlace final. Por lo tanto, ¿por qué el público permanece sentado y espera presenciar durante dos horas la representación a la que el coro invita? Más aún, sabiendo el desenlace, ¿por qué proponerse acompañar paso a paso cada uno de los momentos? Y una pregunta más, respecto de una sensación inevitable pero también comprobable en cada uno de nosotros, ¿por qué a pesar de conocer el final, subsiste hasta último momento, en cada uno de nosotros, el anhelo esperanzado de torcer el desenlace fatal que espera, irremediablemente, a los dos jóvenes?

A mi modo de ver, la respuesta es simple y está expresada en aquello que el coro anuncia al anticipar que, si escuchamos con atención, tal vez algo podremos enmendar de las faltas que hubiere. Según mi lectura, seguramente no lo lograremos en la vida de estos dos jóvenes, pero, y a partir de lo que la obra muestra, quizás podamos, si atendemos a aquello que la tragedia enseña, torcer algo en nosotros mismos. Vamos pues, a la propuesta que dice: “The which if you with patient ears attend”[iv], “Si la escucháis con atención benévola”.

Para alcanzar nuestra respuesta les pido que me acompañen en un breve desvío para acercarnos desde la perspectiva del psicoanálisis.

El corazón, como decíamos anteriormente, tiene razones que la razón desconoce. Sin embargo, podríamos agregar a modo de anticipo, que hay quienes prefieren tener razón a ser felices. Dicho con otras palabras, hay quienes prefieren tener razón a muerte. Tal posición, según explicaré a continuación, permite entender por qué el destino de un ser humano puede ser trágico.

Los psicoanalistas solemos constatar día a día, en nuestra práctica cotidiana, una evidencia no siempre considerada como tal. Y es que el ser humano puede existir antes de nacer, pero, sólo llega a nacer si le hace falta a otro ser humano, si otro desea que nazca. Si no, puede ocurrir que no nazca. Su existencia, anterior a su vida, inicialmente está dada por otro ser, cuya función es primera y primordial. Un ejemplo clave y de gran valor diagnóstico para nosotros es ese momento en el cual una embarazada compra la ropita para su bebé. Ella anticipa el cuerpo de su bebé mucho antes que se conforme como tal, cuando sólo tiene la noticia de su embarazo y la situación real es que recién comienza a producirse una división celular. Parece natural, pero de ningún modo lo es. El proceso es complejo. Sólo un ser humano puede anticipar imaginariamente el cuerpo de un hijo, no sólo imaginarlo como cuerpo separado del propio cuerpo, no sólo anticiparlo como un bebé cuando todavía no lo es, también ponerle un nombre. La existencia no se asimila al nacimiento, es anterior y ocurre porque ese hijo, ese niño, le hace falta a alguien. Llamamos a ese alguien Otro, con mayúscula, para anotar la función que realiza. El Otro, al acoger al sujeto recién nacido, lo sumergirá en el seno del lenguaje haciendo recaer sobre él múltiples significaciones y expectativas, relativas todas ellas a que responda, satisfactoriamente, colmando esa falta.

Enormes consecuencias recaen sobre el sujeto al nacer en el campo del Otro por tener una significación relativa a lo que representa o equivale para él. Esa equivalencia en matemáticas la escribimos como una “x, una variable, y cada ser humano nace, sin saberlo, con una significación “x”, a partir de haberle hecho falta a Otro. De ese modo, sobre cada nacimiento anida no sólo un cúmulo de esperanzas de diverso calibre y significación, también expectativas de que el sujeto por venir las realice.

Los significantes que aluden a esas significaciones pueden escucharse en la vida cotidiana. Por ejemplo, nace un niño y se le dice “mi solcito” o también “mi bomboncito”. En esos casos, el que nace recibe bendiciones, es decir, buenos decires del Otro. Pero también se pueden recibir maldiciones, mal dire, como dijo Jacques Lacan en su lengua, el francés. Buenas y malas palabras dirigidas al sujeto por nacer, son significaciones que vienen del Otro.

Bendiciones y maldiciones pueblan el inicio de un ser humano con múltiples valías y acompañan, o no, cada nuevo tramo de la vida, legitimando o descalificando su curso.

Esas significaciones que dan existencia al ser vivo antes de nacer, lo llevó a Lacan a definir al sujeto como lo que un significante representa para otro significante. Ahora bien, ese significante puede aceptar combinaciones o sustituciones con otros significantes o tomar un valor fijo al representar algo para alguien. De esa delicada diferencia depende la existencia del sujeto. El sujeto ex-siste, dice Lacan, tomando la raíz griega, ek fuera, sistere lugar, existe fuera. ¿A qué se refiere esta expresión? Significa que una existencia se efectúa fuera, más allá de la alienación al significante que le viene del Otro. Fuera de un sentido unívoco y, por esa razón, letal. Un sentido forcluido es necesario para la existencia del sujeto o, dicho de otro modo, lo Simbólico puede o no aceptar un agujero, condición sine qua non para el juego móvil y dinámico de los significantes.

Es tan relevante este agujero, que Lacan lo define como agujero principal. De él depende la existencia del sujeto, en tanto garantiza un límite a las significaciones del Otro abriendo el juego a otras combinatorias.

Abundan ejemplos de lo Simbólico sin horadar. Es el caso de aquellos significantes ideales que no admiten ninguna diferencia. El ideal sin castrar es el trono del superyó. Tal como reza el imperativo categórico kantiano, el sujeto recibe el mandato y debe consagrar su vida y todo su ser a él. Cuando el Otro no admite límite, propone al sujeto identificarse y quedar, indefectiblemente, coagulado en esa significación.

En la infancia y en la adolescencia, tiempos de profunda dependencia del niño a sus padres, frecuentes sin salidas evidencian la fijeza de las bendiciones o maldiciones del Otro. Nombrado como “solcito” o como “bombón”, el niño se consagra a cumplimentar el mandato: “deberás ser el solcito y sólo el solcito”, y, por ende, brillar continuamente a los ojos de los demás. O ser dulce, como “el bombón”, y alimentar o endulzarle la vida a los otros.

En algunos casos, las identificaciones conducen a sostener la identidad a muerte. Por ejemplo, “soy de Boca y entonces tengo que matar al de River”. La identidad no es lo mismo que la identificación. Todos los fundamentalismos sostienen, dogmáticamente, las identidades. Son mandatos sin límite. Cuando emerge la diferencia es preciso hacerla desaparecer. La crueldad no admite razones, ni siquiera por amor. El amor no logra atemperar la fijeza de la significación propuesta. Y, de ese modo, se inicia el camino hacia la tragedia. Por eso mismo, la tragedia de Romeo y Julieta también podría llamarse, a mi modo de ver, la tragedia de ser. Ser y sólo ser, los Montesco o los Capuleto. El apelativo funciona como universal, sin aceptar su límite, como diferencia o como excepción.

Desplegaré esta perspectiva de mi lectura siguiendo los pasos que llevan a la tragedia.

A mi entender, lo anticipo y luego lo desarrollaré, el desenlace trágico surge como corolario de la impotencia de los jóvenes veroneses, convertidos en paradigma de la infructuosa intención de sustituir, por la vía del amor, la muerte real por la muerte simbólica.

La muerte simbólica es una formulación clave desarrollada por la enseñanza de Jacques Lacan, quien tomó de San Agustín el concepto de segunda muerte para definir la consecuencia del lenguaje sobre el sujeto. Para Lacan, la segunda muerte es primera. La otra, la muerte real y definitiva arriba posteriormente. La inicial es la muerte simbólica ocasionada por el significante, cuyo valor simbólico introduce una pérdida del ser. La hendidura en el ser es equivalente a la muerte por el significante. El sujeto, que un significante representa para otro significante, existe gracias a la muerte simbólica que recae sobre el ser. Equiparable a la castración, la pérdida que conlleva, abre una chance para el juego significante con el abanico de identificaciones posibles. En contrapunto con la identidad, que no admite sino el sentido unitario del ser, las identificaciones dejan una puerta entornada al sujeto para encontrar salidas novedosas. Sólo el no todo, aplicado al ser, da lugar a los movimientos subjetivos en la vida. Por ejemplo, si un niño mantiene su identidad de hijo y nada pierde de ella a pesar de los años, nunca podrá llegar a ser padre. Cuando la muerte simbólica no llega a funcionar, la muerte real coloca el límite en su lugar.

Veremos en el desarrollo de la obra cómo Romeo y Julieta ensayan desprenderse de un nombre maldito, coagulante del ser. Con su amor, ellos apuestan a poner remedio a una falla en la red simbólica familiar convertida en despiadado odio entre Montescos y Capuletos. Al discurso simbólico coagulado, le sigue la muerte real.

Pero sigamos paso a paso el texto. ¿Recuerdan que el coro había anticipado que la lucha entre los Montescos y los Capuletos venía de generaciones anteriores? Es un antecedente a tener en cuenta, antiguos rencores, como viejas maldiciones, se habían extendido de una generación a la otra. De hecho, el primer acto de la tragedia comienza con personajes secundarios llenos de odio. Son los criados, nombres poco recordados en su singularidad, Sansón, Gregorio, Abrahán, Baltasar, pero sí, claramente vinculados a la casa de los Montescos los unos, y de los Capuletos, los otros. La escena es pública, ha desbordado el espacio íntimo y ha trascendido a lo social. Los hombres están prontos a pelearse. De ese modo, Shakespeare presenta el inicio de su obra. Los personajes aparecen armados con espadas y broqueles. Son Sansón y Gregorio, de la casa de los Capuleto. El clima es de franca belicosidad. Por ejemplo, en el comienzo, dice Sansón: “Yo pego pronto, ¡como me muevan!”…“¡Un perro de la casa de Montesco me mueve!”[v]. Esta presentación muestra no sólo el odio desmedido entre las dos familias, proveniente de tiempos remotos, sino, también, su extensión más allá de las generaciones y de los límites familiares hasta alcanzar a los criados.

La pelea obviamente, tal como se puede prever, se desata ante una provocación. Y ¿qué va ocurriendo? Nadie los puede separar, continúan, empiezan a intervenir sobrinos, luego varios individuos de ambas casas, y después ciudadanos y artesanos con garrotes, también Capuleto y Lady Capuleto, Montesco y Lady Montesco. Todos involucrados, toman partido. El conjunto familiar y social forma parte de la escena, inmersa, la vida del conjunto, en la lucha y en los viejos rencores de los Montescos y los Capuletos. El público, entre tanto, no atina a saber la causa de tamaño odio. Entra el príncipe con su séquito e intenta introducir un límite diciendo: “Tres reyertas intestinadas, nacidas de una vana palabra, por ti, viejo Capuleto y por ti, Montesco”[vi].

Como toda obra dramática, desde el comienzo va dando anticipos del tiempo de desenlace. Así, por el decir del príncipe, nos anoticiamos de que una palabra vana dio nacimiento a las reyertas. Como toda obra dramática, desde el comienzo va dando anticipos del tiempo de desenlace. Así, por el decir del príncipe, nos anoticiamos de que una palabra vana dio nacimiento a las reyertas. Una palabra, vana en su fijeza, conducirá a la tragedia.

A continuación, la obra nos cuenta que Romeo está siendo buscado. Romeo anda perdido. “¿Dónde está Romeo?” se preguntan. Romeo parece perdido y luego se sabrá la causa. Romeo está enamorado, perdidamente enamorado.

De modo romántico, con bella retórica, plena de metáforas y oxímoron, se nos describe el estado de Romeo, triste y enamorado.

Es muy interesante señalar el trato que Shakespeare le otorga a la palabra. Es notable, sobre todo al seguirlo en inglés, la frecuencia de los juegos de palabras. Harold Bloom menciona ciento setenta y cinco juegos de palabras en Romeo and Juliet. La cuestión merece un alto para subrayar el contrapunto entre el juego de palabras, enorme goce estético en la vida, y su contrario, la fijeza en la palabra que lleva a la tragedia. Como mencioné anteriormente, una figura reiterada en la obra es el oxímoron. ¿Qué es el oxímoron? Una figura de la retórica que se caracteriza por juntar contrarios. De ese modo, nos sorprende. Por un lado, no es común para nuestro sentido escuchar que dos contrarios, como por ejemplo calor y gélido, estén juntos. Su aparición nos obliga a detenernos, pues introduce una ruptura del sentido. Nos enfrenta a una hiancia invitándonos a no quedarnos en el sentido común. Por otra parte, la colocación del segundo término acentúa, da posición extrema, recoloca al primero.

Es de sumo interés registrar que, desde el inicio, el amor es definido con expresiones extremas. “¡Ay!” dice Romeo, perdidamente enamorado, todavía no de Julieta. En realidad, parece estar perdidamente enamorado del amor, como numerosos comentaristas interpretan. La dama se llamaba Rosalina, pero Romeo no habla directamente de ella. Él habla del amor: “¡Ay! ¡Qué el amor, que lleva siempre vendada la vista, halle sin los ojos camino franco a su voluntad! … ¡Oh odio amoroso! … ¡Oh pesada ligereza, grave frivolidad! … ¡Pluma de plomo, humo resplandeciente, fuego helado, robustez enferma, sueño en perpetua vigilia…![vii].

Romeo está enamorado, sufre y lo expresa poéticamente. Su amigo, Benvolio, le propone que se desprenda de tanto sufrimiento e intenta darle “un consejo sano”, como solemos decir cuando alguien habla desde la sensatez, le dice: mirá a otra chica. Claro que lo expresa con estilo isabelino, Romeo le pide: “¡Enséñame cómo pueda dejar de pensar!”[viii]. Y entonces Benvolio le dice: “Dando libertad a tus ojos. Mira otras hermosuras”[ix]. Pero Romeo se niega.

Poco a poco van entrando en escena los personajes. Romeo es presentado como alguien que anda un poco perdido. Precisamente, Harold Bloom subraya el contrapunto entre ese estilo del joven y el perfil de Julieta, de temperamento práctico.

Los hechos se suceden. Capuleto padre está organizando una fiesta movido por la intención de otorgar a Paris, noble con quien quiere casar a Julieta, la ocasión de cortejarla.

De esa forma, paso a paso, se va incrementando la tensión dramática. Las primeras escenas se desarrollan dentro del género dramático, aún no se ha precipitado la tragedia. El drama, a diferencia de la tragedia, se caracteriza por un despliegue sostenido de los acontecimientos, en ese caso hay sucesión de hechos y una dialéctica que se va desplegando. La tragedia, por el contrario, presenta un punto de encierro, una persistencia sin salida.

No olvidemos que Shakespeare tituló la pieza teatral como tragedia. Romeo y Julieta son dos adolescentes, y su amor transcurre con las vicisitudes propias de la pubertad, como llamó Freud a ese tiempo dramático e inevitable en la vida de todo sujeto. Caracterizada por la desmesura, es una etapa típica de urgencia y búsqueda desesperada de resolución. Pero el destino de todo púber difiere notablemente si, ante el drama inevitable, el sujeto encuentra, o no, elementos simbólicos que acompañen su transitar. Si gracias al agujero de lo Simbólico, los significantes legitiman el movimiento del sujeto, dando opciones para su pasaje y su entrada en la escena, el desenlace será de un orden muy diferente. Por el contrario, la tragedia se avecina si se enfrenta con requerimientos fijos del Otro o con palabras no formuladas, lindantes con una falla en la castración de lo Simbólico.

Volvamos a Benvolio, quien propone a Romeo salir a divertirse, ir a una fiesta, liberar su mirada y contemplar otras hermosuras, olvidar su penar. En primera instancia, Romeo se niega, afirma no haber mujer más bella que su amada: “¡El sol que todo lo ve, no vio nunca su igual desde la aurora de los tiempos!”[x]. Su perspectiva nos muestra una de las versiones del amor, la versión idealizada. Uno de los rostros del amor que, según iremos viendo, plantea una opción amorosa cerrada y bivalente, en tanto reduce sus términos al amor o la muerte.

Shakespeare, heredero de Geoffrey Chaucer, nutrió su versión de la tragedia con amores que culminan en la muerte, o bien con la muerte del amor. Shakespeare trató de eludir la segunda vertiente, en general el amor vive pero los amantes mueren.

Como una telaraña, se van tejiendo los hilos fatales. Cuando Benvolio le propone a su amigo concurrir a la fiesta de los Capuletos, Romeo accede a ir al territorio enemigo.

Luego, en tanto el texto presenta a Julieta preparándose para la fiesta, también describe el estilo sumiso de la joven, rasgo reafirmado más tarde por su nodriza, uno de los personajes centrales de la obra. Ella dirá que, por lo general, Julieta aceptaba las propuestas del Otro. A propósito de ello, recuerda la nodriza, en el momento en que la tuvo que destetar, un primero de agosto en que se acostumbraba repartir el pan de misa, la pequeña, a pesar de tener un chichón y de haber sufrido una caída por un terremoto, había aceptado, dócilmente, cuando le dijeron “tontuela, basta ya”. Sólo dijo: “Sí”. La nodriza cuenta esa escena de la infancia de Julieta para mostrar que la niña, era entre tontuela y sumisa, decía “sí” a pesar de tener una especie de huevo en su cabezota por el golpe que se había dado.

La nodriza representa junto a Mercucio, otro personaje interesante, el contrapunto de comedia en el conjunto trágico. De Mercucio, quien va a morir en el tercer acto, los críticos refieren que Shakespeare dijo que tuvo que matarlo porque, si no, lo hubiera matado a él. Mercucio es un personaje importante porque nos da otra perspectiva del amor. Mercucio muere en una pelea, herido, a través del brazo de Romeo, por la espada de Teobaldo el sobrino de los Capuleto. Harold Bloom menciona la ironía de la muerte de Mercucio. Justamente, era el personaje menos dispuesto a ello, era impensable que, teniendo una concepción tan poco idealizada del amor, muriera en medio de esta reyerta de un modo trágico. Él jamás hubiera puesto el cuerpo a esa situación. Según Bloom interpreta, es una muerte que le permite a Shakespeare despojarse de remordimiento y avanzar en su obra hacia las otras muertes desplegadas en las cinco grandes tragedias que siguen a esta, empezando por Hamlet.

A mí, particularmente, me interesa resaltar en Mercucio su ribete cómico. Lejos de la fijeza discursiva, él hace juegos de palabras. Daré uno como ejemplo, dice Mercucio: “¡Si tu amor es ciego, no puede dar en el blanco! ¡Ahora estará sentado bajo un níspero, y deseando que su dama sea esa especie de fruta a que se refieren las doncellas níspolas…!”[xi]. En inglés níspolas se dice medlars, es un verdadero juego de palabras con meddlerarse y el verbo meddle que quiere decir manosear, toquetear. Es evidente que, con agudos equívocos, Shakespeare reintroduce el sesgo de la sexualidad que el amor idealizado parece eludir. Es decir, que si para Romeo el amor tiene que ver con el sol y la mirada, para Mercucio el amor se enlaza a la risa y el sexo. Dice Mercucio: “¡Oh Romeo, si ella fuese, ¡oh!, si ella fuese un etcétera, abierto y tú una pera poperina…!”[xii]. Poperin pear es homofónico con pop-her-in, métetele. El sentido del juego de palabras es decididamente sexual, se refiere a tú métetele.

También la nodriza hace sus juegos de palabras, introduce el amor ligado a la sexualidad. Por ejemplo, en ese momento en el cual Romeo aún desconoce que es Julieta Capuleto la muchacha con la que estuvo hablando y la nodriza interrumpe el diálogo advirtiendo a la joven que su madre la reclama. Quién es su madre, pregunta Romeo a la nodriza, ésta responde: “…Su madre es la señora de la casa, y una buena señora, prudente y virtuosa. Yo he criado a su hija, esa con quien hablabais, y os juro que el que logre conseguirla se llevará un tesoro”[xiii], tesoro propone el traductor, en realidad lo que dice la nodriza es “Shall have the chinks”, chinks es una palabra onomatopéyica que expresa el sonido de las monedas pero también alude a la virginidad. Es entendible a qué tesoro se refiere.

Sin duda, es otra la perspectiva de los jóvenes. Otra, su versión del amor. Julieta no sabe que Romeo es Romeo, Julieta se enamora, prendada de las palabras que él le dice. Romeo, a su vez, cae subyugado por lo que ve. Ya el texto nos había anticipado que en la mirada estaba su objeto preferido. En cambio, Julieta se enamora al escucharlo y responde a él sin saber quién es.

Romeo y Julieta se encuentran y se enamoran. Romeo, hasta ese momento enamorado de Rosalina, se hace la famosa pregunta que todos nos hacemos cuando dejamos de amar a alguien: “¿Por ventura, amó hasta ahora mi corazón?”[xiv].

En el acto segundo entra nuevamente el coro prologando el porvenir. Una vez que Romeo ha descubierto que Julieta es una Capuleto y Julieta sabe también que su amado es de los Montesco, el coro nos advierte: “Ahora yace el antiguo deseo en su lecho de muerte, y una nueva pasión aspira a ser heredera. La hermosura por quien suspiraba el amante y quería morir ha perdido su encanto, comparada con la tierna Julieta. Romeo es amado, y ama a su vez, igualmente embrujado por el hechizo de las miradas”[xv]… “Como sea adversario, no puede tener acceso para alentarla con aquellas promesas que se estilan entre amantes. Y ella, del mismo modo enamorada, cuenta aún con menos medios para verse en alguna parte con su recién amado. Pero la pasión les presta fuerza y medios el tiempo para hallarse, compensando su extremada desgracia con extremada dulzura”[xvi].

El jardín de Capuleto albergará la famosa escena del juramento en el balcón, en la que se dicen algunas de las más bellas e inolvidables palabras de amor de la literatura universal. En ellas se hace referencia al núcleo del enorme problema que separa a los amantes. Los nombres son el verdadero obstáculo. Y lo son, debido a la fijeza que representan en el ámbito familiar. Vayamos al diálogo:

Julieta: – “¡Oh, Romeo, Romeo! ¿Por qué eres tú Romeo? Niega a tu padre y rehúsa tu nombre; o, si no quieres, júrame tan solo que me amas, y dejaré yo de ser una Capuleto”[xvii].

Romeo, escuchando que ella habla sin dirigirse a él, se pregunta: “¿Continuaré oyéndola, o le hablo ahora?”[xviii].

Julieta: – “¡Sólo tu nombre es mi enemigo! ¡Porque tú eres tu mismo, seas o no Montesco! ¿Qué es Montesco? No es ni mano, ni pie, ni brazo, ni rostro, ni parte alguna que pertenezca a un hombre. ¡Oh, sea otro tu nombre! ¿Qué hay en tu nombre? ¡Lo que llamamos rosa exhalaría el mismo grato perfume con cualquiera otra denominación!”[xix].

Julieta anhela despegar el ser de su amado del nombre maldito. “…De igual modo Romeo, aunque Romeo no se llamara, conservaría sin este título las raras perfecciones que atesora. ¡Romeo rechaza tu nombre; y, a cambio de ese nombre, que no forma parte de ti, tómame a mí toda entera!”[xx].

Romeo le responde: – “Te tomo la palabra. Llámame sólo ‘amor mío’, y seré nuevamente bautizado”[xxi]. Desde nuestra perspectiva, el psicoanálisis, diremos que cada vez que aceptamos una muerte simbólica, cada vez que desprendemos nuestro ser de una identidad unívoca, estamos disponibles para iniciar una nueva vida. “¡Desde ahora mismo dejaré de ser Romeo!”[xxii].

Julieta: – “¿Quién eres tú, que así, envuelto en la noche, sorprendes de tal modo mis secretos?”.

Romeo: – “¡No sé cómo expresarte con un nombre quién soy! Mi nombre, santa adorada, me es odioso, por ser para ti un enemigo”. Claramente, para ella, el enemigo es el nombre, y Romeo es más, mucho más que un nombre.

Romeo agrega: – “De tenerla escrita, rasgaría esa palabra”[xxiii].

Frecuentemente, en el análisis de niños, los chicos escriben en papel algunas palabras que luego rompen. Es un modo de expresar su intento de desprenderse de la fijeza con la que la palabra puede mortificar al sujeto.

De esa manera, cuando Julieta pregunta: – “Todavía no han librado mis oídos cien palabras de esa lengua, y conozco ya el acento. ¿No eres tú Romeo y Montesco?”.

Romeo responde: – “Ni uno ni otro, hermosa doncella, si los dos te desagradan”[xxiv]. Tal como lo ha de hacer todo ser humano que se proponga un cambio en su vida, el joven está dispuesto a renunciar a la identidad para alcanzar una nueva identificación.

Julieta, con pragmatismo inglés, se preocupa: – “Y dime: ¿cómo has llegado hasta aquí, y para qué? Las tapias del jardín son altas y difíciles de escalar, y el sitio, de muerte, considerando quién eres, si alguno de mis parientes te descubriera”.

Romeo insiste con su discurso poético: – “Con ligeras alas de amor franqueé estos muros, pues no hay cerca de piedra capaz de atajar el amor”[xxv]. Con amor intenta franquear el límite de la amenazante muerte. Julieta le contesta: – “¡Te asesinarán si te encuentran!”.

Pero Romeo avanza: – “Más peligro hallo en tus ojos… El manto de la noche me oculta a sus miradas; pero, si no me quieres, déjalos que me hallen aquí. ¡Es mejor que termine mi vida víctima de su odio, que se retrase mi muerte falto de tu amor!”[xxvi]. Amor y muerte se reiteran en este drama, anticipando la tragedia.

La palabra vana a la que aludía el príncipe en el inicio, intenta tomar otro valor cuando Julieta le pide a Romeo que le jure amor. En este punto merece recordarse que, como la lingüística nos enseña, el acto de jurar se realiza al pronunciar la palabra de juramento. En lingüística, la relación entre acciones y palabras encuentra un modo específico de expresión en los performativos. El performativo es una palabra cuya emisión es un acto. El acto de jurar es equivalente a pronunciar el juramento. Romeo jura y de ese modo queda sellado el juramento entre ambos. Julieta, por supuesto, le pregunta rápidamente si se va a casar con ella. Tengamos en cuenta que, para esa época, era la edad esperada, tenía catorce años. Actualmente sería una adolescente, pero no en los tiempos de Romeo y Julieta.

El discurso de cada momento histórico incide de manera determinante, a mi modo de ver, en el tránsito por ese tiempo universal de la estructura del sujeto que Freud llamó metamorfosis de la pubertad. Me inclino a pensar que la pubertad es un tiempo necesario de la estructura, imposible de saltear para llegar a ser adultos, pero, si bien la pubertad es necesaria, la adolescencia es contingente. En realidad, adolescencia es un modo de nombrar, con una nomenclatura social, las consecuencias del despertar puberal. Estudios antropológicos permiten constatar que no en todas las sociedades se cursa el síndrome adolescente, pues al despertar puberal le sigue inmediatamente la adultez. En algunas sociedades y épocas, al despertar puberal se le asigna un significante propio de ese tiempo. Las niñas dejan de jugar con muñecas y se preparan para el casamiento, la procreación y las responsabilidades del adulto. Julieta tenía catorce años, edad de casarse y va de suyo que hable de matrimonio.

Pero antes de despedirse, Julieta pronuncia la hermosísima poesía de las buenas noches, ampliamente conocida: “Good night, good night! parting is such sweet sorrow. That I shall say good night till it be morrow”[xxvii]. “Buenas noches, buenas noches! … La despedida es un dolor tan dulce, que estaría diciendo buenas noches hasta llegar el día!”.

Habiendo acordado su pacto de amor, se separan sin desconocer la difícil situación en que se encuentran. Por su parte, Romeo se va decidido a pedir ayuda a su padre espiritual, el franciscano Fray Lorenzo. Personaje relevante, a mi entender. Su discurso ofrece otra versión del amor, expresivo de un matiz que introduce la mesura ante el discurso desmesurado del amante. Su entrada es anterior al encuentro con el joven; con una cesta en sus manos, reflexiona así: “…porque no existe en la tierra nada tan vil que no rinda a la tierra algún beneficio especial; ni hay cosa tan buena que, desviada de su bello uso, no trastorne su verdadero origen, cayendo en el abuso”[xxviii]. Nos está advirtiendo de los riesgos en los que se puede caer. Excesos, propios de las posiciones extremas, pueden hacer virar el bien, fácilmente, en su contrario. “De igual modo acampan siempre en el hombre y en las plantas dos potencias enemigas…”[xxix]. Fray Lorenzo, tal como Freud, consideraba que el conflicto es inherente al ser humano. Existe “…la benignidad y la malignidad; y cuando predomina la peor, muy pronto la gangrena de la muerte devora aquella planta”[xxx].

No siempre es factible aceptar la simultaneidad de los opuestos en constante conflicto. El ideal tiende a colocarse ante fines absolutos. Un adolescente que atiendo desde hace un tiempo, me hablaba de sus teorías políticas, planteando su perspectiva con respecto a ese momento histórico en el cual, dadas las condiciones sociales y económicas, los hombres iban a ser solidarios, generosos y, por ende, felices. Su ideal humano consideraba que los hombres nacen buenos y justos. El psicoanálisis nos acerca a la posición de Fray Lorenzo. En el ser humano habitan ambas fuerzas, pudiendo ocurrir el abuso, una puede cubrir a la otra, según los términos botánicos del texto.

Amigo de matizar los absolutos, Fray Lorenzo, confesor de ambos jóvenes, plantea a Romeo que mesure su perspectiva del amor. Romeo llega diciéndole: “La amo, la amo, la amo”, y Fray Lorenzo: “¿A quién, a Rosalina?” “No, no –dice Romeo– ¿No me has reprendido por amar a Rosalina?”, Fray Lorenzo responde que de ninguna manera, que le planteó que no la idolatrara, que la amara, sí, pero no que la idolatrara. Su planteo es clave, es una distinción entre el enamoramiento y el amor. El amor se construye despacio y Fray Lorenzo le advierte que los que mucho corren se exponen a tropezar y caer.

Romeo sólo piensa en su amor por Julieta y sigue el dictado de su desesperación por encontrarse nuevamente con ella y consumar el casamiento. Presa de ansiedad no halla el modo de alcanzar sus fines, hasta que se presenta la nodriza, enviada por Julieta, por medio de la cual Romeo envía su recado: Fray Lorenzo los casará y unas cuerdas dispuestas a modo de escalera lo llevarán al cuarto de Julieta durante la noche silenciosa.

Impregnado de negros nubarrones, llega el casamiento de Romeo y Julieta. Los tiempos se aceleran y todo parece precipitarse. Simultáneamente, el padre de Julieta la ha prometido a Paris y decide el casamiento sin haberla consultado. Sobre ese trasfondo asistimos al encuentro en los aposentos y a la famosa escena del alba. Tiempo de los enamorados impedidos de separarse, Julieta dice: “Es el ruiseñor el que canta” y Romeo le contesta: “No, es la alondra”, y ella que no, que es el pájaro de la noche. Frases francamente hermosas se ven interrumpidas nuevamente por la noticia trágica. Lady Capuleto le anuncia a Julieta que su padre la ha dado en casamiento al noble Paris.

Entre tanto, se han ido sumando al drama varios componentes de tragedia. Había muerto Mercucio en manos de Teobaldo y Romeo, a su vez, perdiendo toda templanza, había matado a Teobaldo. Romeo desterrado por el príncipe, manifiesta su intención de matarse. Fray Lorenzo, una vez más, frena su impulso aduciendo que la muerte no es la única salida ante los contratiempos de la vida y le propone un plan.

En el curso de los futuros acontecimientos incide, de modo relevante, la posición tanto de la madre como del padre de Julieta. Cuando la joven se niega a casarse con Paris, su negativa, su “no” a la propuesta del Otro, enciende el odio contra ella. Y es notable no sólo el profundo desamor de la madre, que ya había sido anticipado, también la traición de la nodriza que le propone una solución práctica: casarse con Paris ya que Romeo estaba desterrado.

Cuando Julieta se niega, las palabras de la madre son elocuentes de su desamor: “¡Ojala se desposara con la tumba esa necia!”[xxxi]. También de parte del padre las expresiones son lapidarias. Se refiere a ella con términos como worthless, wretch, pordiosera, mujer de la calle, sos lo peor. Fue traducido en la versión española como “encarroñada clorótica” , “¡fuera de aquí libertina!”. Y Julieta, ¿qué pide Julieta ante esta reacción despiadada?: “¡Buen padre, os lo pido de rodillas! Escuchadme, con paciencia una palabra, nada más”[xxxii]. Julieta pide se le otorgue la palabra, ruega que la escuche hablar. Pero el padre le responde: “¡Ahórcate, joven libertina, criatura desobediente! … ¡mujerzuela! (wretch)”. Estamos frente al maldire, la maldición de un padre. “…miserable y estúpida llorona… en mi casa no pondréis más los pies”. “Si queréis ser mi hija obediente, os daré a mi amigo; si no lo queréis ser, ahorcaos, mendigad, consumíos de hambre y miseria, morid en medio de la calle. Pues, por mi alma, que nunca os reconoceré”[xxxiii]. Se trata de un discurso que no admite matices. Se trata de la palabra sin horadar, simbólico sin agujero: serás mi hija si eres idéntica a la que te propongo ser, caso contrario muere. El padre prefiere la muerte real, rechazando la muerte simbólica.

Julieta pide consuelo a su nodriza y también fracasa. Se dirige a Fray Lorenzo, su confesor, quien intenta ayudarla planeando simular su muerte. Le da un licor que la hará parecer muerta. Según su plan, será colocada en el mausoleo familiar, de este modo le dará tiempo a Romeo para volver y ser perdonado y aceptado. Su intención es que los padres recapaciten, depongan su odio y, ante la posibilidad de perder a sus hijos, acepten, finalmente, el amor.

Según lo estipulado, Julieta bebe el licor y efectivamente es colocada en el mausoleo familiar, pero Romeo no recibe la noticia a tiempo. Fray Juan, que debía haberle llevado la misiva de Fray Lorenzo advirtiéndole de la situación, no llega a destino, y en lugar de conocer la simulación, Romeo cree que Julieta ha muerto. Se acerca a un boticario, compra un veneno y se dirige al mausoleo. Al llegar al lugar, se encuentra con Paris y mueren los dos. Romeo mata a Paris y luego toma el veneno. Poco después Julieta despierta y, ante tan dolorosa escena, toma un puñal y se quita la vida.

Muertos Romeo y Julieta, llega la reconciliación entre los Montescos y los Capuletos. El reconocimiento mutuo queda simbolizado en la decisión de construir una estatua de oro al otro. También resta un desconsuelo enorme. El sufrimiento, el pathos absurdo de Fray Lorenzo, contando la historia, los infortunios de toda la obra.

 

Volvamos, finalmente, a nuestra pregunta inicial: ¿Qué es lo que la tragedia de Romeo y Julieta nos puede enseñar? ¿Qué es lo que podemos enmendar en nosotros ya que no en el desenlace fatal de los enamorados?

El mensaje de la tragedia porta una advertencia: todo simbólico que no acepta límite, matiz ni diferencias, que no admite en el amor atemperar el mandato del ser, halla como límite la muerte. Ésa es mi hipótesis. Gracias por invitarme a compartir esta noche con ustedes.

 

Intervención: Me gustaría ahora abrir un espacio de comentarios y de preguntas, después de escuchar tan hermosa conferencia sobre un texto tan precioso como Romeo y Julieta.

 

Pregunta sobre el orden simbólico y las diferencias.

 

Alba Flesler: Me refería a diversas eficacias del orden simbólico para la vida de un ser humano, según admita, o no, un agujero en su consistencia. Al aceptar una pérdida de significación absoluta, el sujeto puede reconocerse representado por un nombre, pero no sólo por uno. La tolerancia ante las diferencias no proviene de la naturaleza espontánea del ser humano, implica desprenderse de una rigidez, también proveniente de lo Simbólico, que puede ser mortal para el sujeto. A tal punto puede serlo que, en casos extremos, lleva a aniquilar a otro ser humano en tanto presencia de otra identidad. Una palabra vana, como decía el príncipe, sería en este caso, una palabra incapaz de flexibilizar su sentido unívoco, generando odio y muerte.

La tragedia nos enseña que la identidad del sujeto a un nombre, Montesco, Capuleto, o cualquier otro, impide la existencia. Con otros términos, la identidad impide la identificación, obliga al sujeto a ser lo mismo en todo momento. Impedido de alcanzar posiciones en la vida, lo invadirá la mortificación cada vez que intente apartarse del mandato propuesto. El imperativo categórico sin delimitar, no sólo frena el juego en la vida, lleva, de un modo u otro, a la tragedia.

Los analistas que atendemos niños, solemos advertir cómo juega esa tolerancia en el inicio de las relaciones entre padres e hijos. No siempre ocurre que ellos logren aceptar que su hijo no sea idéntico a la expectativa colocada en él. Se esperaba una nena y nace un nene, o se imaginaron un solcito, o un bomboncito, y el bebé no realiza plenamente la ilusión depositada en él. Algunos padres reconocen como propio a ese niño diferente a lo esperado, pero otros, como el padre de Julieta, niegan reconocimiento a los hijos que no aceptan complacerlos plenamente y brindarles sólo contento. La tolerancia al agujero de lo simbólico está profundamente anudada al amor. Quiero decir que el amor es un límite a la crueldad del mandato superyoico, siempre hecho de palabras que no admiten cuestionamiento alguno.

Los fundamentalismos nutren su odio en el otro no idéntico. La otredad, para el ser humano, es lo diferente. Se puede tomar una posición fundamentalista desde cualquier bandera. Religiosa, nacionalista o de un club de fútbol. Para los Montescos había que aniquilar a los Capuletos, para los de Boca puede ser lo mismo vencer a los de River. En muchas ocasiones vencer es lo mismo que hacer desaparecer. No se admite otra manera de gozar. Hay que aniquilar, la muerte recae como real en el que es diferente. La muerte simbólica, en cambio, abre el juego. Ya no es preciso andar con la camiseta puesta en todo lugar y tiempo, será posible soportar la insoportable levedad del ser, no ser lo mismo todo el tiempo y en todo espacio.

Vale para cualquier ser humano, y, en ocasiones, tiene ribetes cómicos. Ocurrió también con los psicoanalistas que, en una época, creían que debían serlo en todo momento, por esa razón cuando se encontraban con un paciente en el cine no atinaban a saludarlo. Es inviable, no se puede ser madre todo el tiempo, ni hay hijo que pueda tolerarlo.

 

Pregunta sobre el amor y los nombres.

 

Alba Flesler: El amor es uno de los límites, pero no sólo. Por ejemplo, se espera un bebé, nace una nena o un nene, no es un bebé. Alguna madre puede no aceptar que ese bebé es una nena o un nene. La diferencia no es simplemente terminológica. Implica la compleja relación que los objetos del mundo tienen con las palabras que los nombran. Si el sentido que guarda un objeto es unívoco, no acepta una pérdida en lo simbólico. En ese caso, si no coincide con lo esperado lo pueden abandonar. Un bebé es un bebé, y una nena es una nena. El amor suele ofrecer límite. Te amo y acepto no matarte por no coincidir con el sentido que anhelo. Desde esa perspectiva, el amor pone límite a la pasión aniquiladora de la diferencia.

 

Pregunta sobre el amor y el enamoramiento.

 

Alba Flesler: Efectivamente, amor y enamoramiento guardan sus diferencias. El enamoramiento se presenta como una ilusión de fusión, hacer de dos, uno, tal como fuera expresado en el Banquete platónico. Al encontrar la mitad que nos complementa no nos faltará nada. Esta ilusión de unidad es un tiempo en todo amor que corresponde al amor idealizado. Como se puede deducir rápidamente, si tal ilusión fuera satisfecha, el amor conllevaría a la muerte de todos los apetitos, o a la muerte del deseo, cuya condición se asienta en alguna falta de satisfacción que cause y motorice la búsqueda. El amor idealizado tiende a detener el juego de lo Simbólico y el movimiento deseante. Cuando un hijo no brinda la satisfacción absoluta, no satisface completamente, la madre sigue deseando. El deseo que subsiste, funciona, de ese modo, como límite al amor coagulado como enamoramiento. El enamoramiento es un momento en el cual parece no haber otro deseo, ni expectativa de nuevos goces.

Pero a mí me interesó destacar la falta de límite en lo Simbólico porque creo que es lo que lleva a la tragedia, no es sólo amor idealizado lo que lleva a la tragedia, la tragedia es más bien la inmovilidad de los nombres, ni el amor le puede hacer límite.

Pero también podemos ver que el amor coagulado puede llevar a la tragedia, por ejemplo en Narciso. Es decir, el amor sin límites, sin deseo que se recree, también puede llevar a la muerte de los amantes. Pero no era el tema que quería tocar hoy.

Podemos hablar del agujero necesario del amor. Porque hay un amor que es imaginario, es el amor que nos hace pensar que de dos podemos hacer uno. Pero no es el único amor. Hay un amor, que aquí aparece en determinados momentos, que es el amor simbólico. Lacan lo plantea como “dar lo que no se tiene a alguien que no lo es”. Julieta en algún momento lo pone en juego “Más te doy, más se agranda el mar”. Y también hay un amor real, que es el amor que hace que por ese amor renunciemos a ciertos goces, no en el sentido de sacrificio, doy un ejemplo: podemos querer a un bebé y decir que “está para comérselo”, ¿por qué no lo comemos? porque lo amamos. El amor le hace límite a ese goce que intenta satisfacerse. Es muy interesante pensar las relaciones entre el amor, el deseo y el goce. Es un modo de decir, en lo Simbólico, en lo Real y en lo Imaginario. Pero será tema para otra charla, seguramente lo tomarán otros conferencistas ya que el anudamiento de estos tres factores está muy presente en las tragedias de Shakespeare.

 

[i] “El actor rey en Hamlet” citado por Harold Bloom: Shakespeare. La invención de lo humano, Grupo Editorial Norma, Bogotá, 2001, p. 7.

 

[ii][ii] Steiner, George: “La muerte de la tragedia”, Monte Ávila Editores Latinoamericana, Venezuela, 2000.

[iii] Shakespeare, William: “La tragedia de Romeo y Julieta”, en Obras completas, 15 ed., Ediciones Aguilar, Madrid, 1967, p. 259.

[iv] Shakespeare, William: Romeo and Juliet, George Gill & Sons LTD, The Oxford and Cambridge Edition, London, p. 1.

[v] Shakespeare: “La tragedia de Romeo y Julieta”, cit.

[vi] Ídem, p. 261.

[vii] Ídem, p. 263.

[viii] Ídem, p. 264.

[ix] Ibídem.

[x] Ídem, p. 265.

[xi] Ídem, p. 273.

[xii] Ibídem.

[xiii] Ídem, p. 271.

[xiv] Ídem, p. 270.

[xv] Ídem, p. 272.

[xvi] Ibídem.

[xvii] Ídem, p. 274.

[xviii] Ibídem.

[xix] Ibídem.

[xx] Ibídem.

[xxi] Ibídem.

[xxii] Ibídem.

[xxiii] Ibídem.

[xxiv] Ibídem.

[xxv] Ibídem.

[xxvi] Ibídem.

[xxvii] Shakespeare: Romeo and Juliet, cit., p. 32.

[xxviii] Shakespeare: “La tragedia de Romeo y Julieta”, cit., p.277.

[xxix] Ibídem.

[xxx] Ibídem.

[xxxi] Ídem, p. 294.

[xxxii] Ídem, p. 295.

[xxxiii] Ibídem.